Si os gustó la primera parte de cinco cabezas, aquí traigo la segunda. Espero que la disfrutéis.
Cinco cabezas
II
ESTA CABEZA HA SABOREADO LICORES NEGROS, ha mordido panes amargos, frutos podridos. Esta cabeza ha lamido cantiles arañados por las uñas crujientes de las olas. El cielo ya no estaba. Las tempestades asfixiaban con sus tentáculos, liberaban sus truenos negros, flechaban con sus relámpagos. Sucedió esto en los mares de hierro, en el vaivén herrumbroso donde esta cabeza agonizaba sin que jamás le llegase la muerte definitiva. La madera de la embarcación sonaba a huesos aplastados por el oleaje de bronce. Esta cabeza ha sido suspendida por una soga del palo mayor. Es la cabeza que vivía pendiente del grillo embarcado en la costa española, y al que pedía que cantase, que le atrajese un poco de la respiración de las playas. Pero el grillo no cantaba. Las estrellas bajaban, al crepúsculo, a dar miga de pan mojada en vino al grillo silencioso. Y aquella gota de noche cristalizada seguía sin cantar. Pero lo hizo cuando llegó hasta él la tibieza del litoral. Y con el canto del grillo recordó toda la marinería. Pero esta cabeza, pendiente de una soga de pus, no pedía sonreír, aunque oyese la mágica música de élitros. Esta cabeza, que había comido espinas, arena, óxidos, ceniza, desgarrada por zarzas y cardos, hediendo podredumbre, no podía sonreír. Vio, abajo, sus propios brazos soldados al remo. Escuchaba su jadeo, se dolía del latigazo rojo del cómitre. Esta cabeza sufriente saboreó elixires que el aire transportaba en sus dedos transparentes. Saboreó la sal que el mar doraba con sus llamaradas verdes, con sus cárdenos fuegos fatuos. Otra vez el sabor de la vida, como en las cárceles de Su Majestad, como en la selva de reptiles y ciénagas, como en las cumbres, ataviadas de cotas de nieves, de volcanes domados. Al fin, todos se fueron, abandonaron el navío silencioso, hervidero de insectos de oro, catedral de la desolación. Se fueron dejando huellas en la brisa. Un tambor, un yunque, un mosquete —quién sabe qué— medía con sus campanadas, paulatinamente adelgazadas, silenciosas hasta el terciopelo, la reverberación del sol poniente. Y esta cabeza se reclinó en el regazo de la sombra, saboreó su vida, lamió sus llagas, ya sin fuerzas para volver a comenzar, desde los corales que se alzaban marchitándose a la luna desde la helada habitación verde salpicada de diamantes.
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